Despedida en el Ocaso | De: Yrvoz Xapiens

10.04.2015 18:47

Despedida en el Ocaso

Tenía que despedir a mi amigo esa misma noche.

Y así fue, en aquel solitario muelle me despedí de él. Recuerdo vívidamente su aspecto. Una chaqueta de mezclilla algo raída, jeans desgastados con agujeros en las rodillas. Unas zapatillas converse clásicas y la gorra de beisbol en las manos.

Se le veía tranquilo, sereno, a pesar de lo que acababa de pasar. Le dije adiós con la mano extendida, pero él no se movió.

El bote comenzó a avanzar y él, con la mirada fija en el horizonte, dándome la espalda, me hizo sentir nostálgico. Recordé rápidamente cómo nos conocimos, yo iba en mi auto, viajando por el país. No tenía un destino fijo, no lo había pensado, tan sólo necesitaba cambiar de aires y en un impulsivo arranque, llené el tanque de mi vehículo y salí a la carretera.

Miles de pensamientos cruzaron por mi mente durante los días que estuve de viaje. Entonces ya me había rendido al cansancio y a la monotonía de un viaje para escapar de mí mismo.

Por la noche lo vi. A un lado del camino. Con el pulgar levantado, exactamente como va vestido. Contraviniendo todas mis reglas de seguridad respecto a estos casos me detuve y el subió a mi vehículo con una mirada de agradecimiento y una frescura que enseguida me conquistaron.

Al no tener yo un rumbo fijo me ofrecí a llevarlo a donde él tuviera que ir. “Voy a conocer el mar” Me dijo con una gran sonrisa en el rostro. No pude menos que conmoverme. “Un joven como tú, emprendiendo un viaje sólo para conocer el mar es digno de reconocimiento”, le dije.

A sus quince años había huido de su casa, sus padres, según se sinceró conmigo con el paso de las horas del día siguiente, eran buenas personas que no se merecían lo que él estaba haciendo, pero sus ansias de aventura eran tremendamente fuertes. Así que había decidido irse por su cuenta. Apenas llevaba 3 días de haberse escapado, los mismos que yo.

Añoré ser como él, joven, impetuoso, con la vida por delante y con todos los sueños por conquistar. Me identifiqué con ese pequeño joven que ansiaba ser un hombre. Comprendí que mi destino iba ligado al suyo, como una lección de vida se me mostraba a un ejemplo de un ser humano en toda la gloria de su juventud inocente e invencible.

La revelación acudió a mi mente cuando llegamos a una playa solitaria. Poco antes, jugué con él a exaltarle sus emociones, sus sentidos, lo animaba a respirar profundo para que intentara olfatear la salinidad del aire ante la proximidad de nuestra meta. Le aseguraba que sería una experiencia que nunca olvidaría.

Ese niño-hombre se emocionaba tremendamente. El crepúsculo próximo se ocultaba detrás de unas colinas que, como centinelas pétreos de cientos de años, se alzaban incólumes a los costados de la carretera.

Al llegar a la cima de una cuesta en la carretera, una luminosidad naranja nos cegó por un instante, el sol poniéndose en el horizonte marino hizo que la piel del muchacho aquel se iluminara y sus blancos dientes destellaran. Estaba fuera de sí cuando vio por fin lo que tanto anhelaba.

Incluso las nubes transparentes y lejanas formaban caprichosas formas que hacían de aquel paraje digno de una postal.

Encontré un camino apartado que nos condujo a la orilla misma de aquella playa paradisiaca. Allí, el muchacho se bajó cual niño ansioso por coger un dulce anhelado.

El rugido de las olas y la brisa, el sol con medio cuerpo dentro del mar. El clima perfecto, el momento perfecto. La felicidad absoluta. Un momento que debió durar para siempre. Un joven que luego de ese momento, volvería a la cruda realidad de un mundo podrido por la corrupción y las mentiras, por la maldad y la avaricia.

No podía permitir que eso sucediera así que me acerque a él por detrás y lo estrangulé con mi cinturón. Su última mirada fue aquel hermoso mar, aquella bellísima imagen de un sol ocultándose en las profundidades de un horizonte infinito. Su vida terminó justo cuando el sol se ocultó. Fue poético, como tenía que ser.

Habían pasado casi 24 horas desde que lo conocí y ya lo había considerado un verdadero amigo. Lo observé no sé por cuánto tiempo hasta que decidí que debía despedirme de él.

Encontré un bote atado junto a un pequeño muelle semi derruido y lo coloqué a él dentro, sentado, mirando al horizonte. Y lo eché al mar.

La pequeña embarcación se alejaba endeble y lentamente hacia un destino incierto con un pasajero que nunca sufriría más.

Las lágrimas rodaron por mis mejillas y me marché a casa. Me sentía, pleno, satisfecho…feliz.